LOS DI TELLA

No son una familia tradicional, tampoco demasiado moderna. Se definen como familia en estado subversivo y parecen empeñados en demostrar que la felicidad familiar, crease o no, existe.

El padre tiene sesenta y ocho años. La madre acaba de cumplir cincuenta. El es católico. Ella, judía. Los hijos son cuatro. Dos adolescentes, que ya cumplieron con el Bar Mítz Ba, y dos del matrimonio anterior del padre. El gasta las horas en su casa, donde piensa y escribe. A ella, la atención de su spa la arranca del hogar por la mañana hasta bien entrada la noche. Lhiafamiliaprogre, coinciden en definirse. Progre al estilo Nacional Buenos Aires, aclara ella. He aquí la familia del sociólogo Torcua-to Di Telia y la empresaria Támara Chichilnisky. Sonríen. Simpre sonríen. No dejan de bromear. Aun cuando discuten lo hacen con estilo: los tonos de voz se elevan pero las sonrisas nunca se borran de esos cuatro rostros satisfechos. Son amables los Di Telia. Encantadores. Parecen dedicados a representar una escena escrita por un guionista empeñado en demostrar que la felicidad familiar, créase o no, existe.

En la familia Di Tella, el protagonismo se lo llevan los chicos chicos, los dos hijos de Torcuato con Támara que viven en la casa paterna. El ritmo de los más chicos condiciona la vida en familia. Titina es en realidad Carolina. Tiene trece años. Va al Colegio, el Nacional Buenos Aires. Es la menor de los hijos del matrimonio. El mayor, de quince, es Sebastián. Entre los íntimos se lo conoce como Tatán. Los chicos se irritan con los comentarios de la madre. Ay, mamá, no exageres, protesta Titina a Támara, que se explaya en la obsesión de la nena por el estudio. Como siempre, tu mamá está inventando , apoya Torcuato. Támara, imperturbable, apenas les devuelve una mirada. La serenidad le viene de algún lado. Quizás de la certeza de manejar los hilos de la familia con levedad femenina. La puntualidad del sociólogo y de los dos adolescentes rebeldes a la hora de posar para las fotos es prueba de sus talentos. Carnalmente. A Torcuato Di Tella le divierte poner en su boca la palabrita que tanta historia hizo cuando salió de la de su hermano Guido. No le cuesta a Torcuato la ironía. La tiene ahí, al alcance de la mano, siempre lista para seducir a su mujer y a su hija. Le ayuda a evitar respuestas y a cerrar discusiones. Con ella les gana a todos: Di Telia deja claro que los otros poseen la potencia de lajuventud, pero él, la de la sabiduría. La ironía es el arma con la que Torcuato sostiene su reinado de pater familiae maduro, pero no por eso menos moderno.

La edad es todo un tema dentro de la familia Di Tella. Cuando Torcuato se separó, yo tenía nueve años. Es Tamara la que pone en blanco y negro la brecha generacional que la separa de su marido.

Se conocieron cuando ella tenía treinta y él cuarenta y ocho. La historia de su amor es de telenovela. Era el año 1977 y Támara volvía a la Argentina para terminar su tesis en ciencias políticas. Había estudiado en la Universidad de Stanford, en Estados Unidos. Había leído los libros del sociólogo argentino Torcuato Di Tella. Había dado exámenes sobre él. Y los había aprobado. Lo que comenzó como una relación tutor-becaria se transformó en pasión. Ahora que está tan de moda el acoso sexual, yo podría denunciarlo a Torcuato, se ríe Támara. El casamiento vino a los dos años. El primero de los hijos, a los tres. Pero las diferencias de edades, aseguran, no es un problema para ellos. La fórmula les cierra. La admiración de Tamara por Torcuato sigue indemne. Ella lo sigue leyendo con idéntico entusiasmo. Si escribe algo, siempre me lo da a mí primero y me dice: Toma, quiero saber qué opina elvulgo, cuenta Támara entregada sin culpas a la admiración por su marido.

El matrimonio también desmiente conflictos con los chicos grandes, los hijos de Torcuato con su primera mujer. Es que cuando nos casamos, los chicos eran unos señores, tenían su propia vida, su mundo afectivo armado por otro lado, explica Támara y Torcuato asiente. Andrés, el videasta, tenía entonces veinte años. Víctor, el mayor, tenía veintitrés. Su madrastra apenas le llevaba siete años. Desde el principio, Víctor y Andrés vivieron en el exterior o en su propio departamento. Las coincidencias en la familia Di Tella son muchas. El matrimonio tiene claro que el dinero lo aporta Torcuato. Támara gasta la plata que su marido le da; a la suya, la invierte en el spa que dirige desde hace seis años. Los dos creen en la educación como un valor. La religión tampoco logró dividirlos. Un día Tamara descubrió que era judía, sostiene con cinismo Di Tella que no se entusiasma con ningún credo aunque es católico. Soy judía desde hace cinco mil años, responde rápida Támara. Fue así que sus hijos decidieron al entrar a la adolescencia que querían profesar el culto de su madre. Hoy Támara lleva a la familia a la Comunidad Betel. ¿Cómo se ven los Di Tella? No somos una familia tradicional. Tampoco somos tan modernos, anticipa Torcuato. Titina resiste el control de las clasificaciones: Es que la familia tradicional no existe. ¿Qué es una familia tradicional?, desafía la nena. Su padre contesta: Que el padre manda, los chicos obedecen y la mujer también. Ah, no, no somos una familia tradicional, concluye picara Titina. Mas que una familia democrática -redondea. al fin el sociólogo- somos una familia en estado subversivo.